10 sept 2012

El innombrable de Sofía.


Allí estábamos, como cada jueves, en la mesa de siempre del café de 
siempre tomando, cómo no, lo mismo de siempre. Café con leche para mí y zumo de naranja recién exprimido para ella, para Sofía.


Aquella fría tarde de diciembre no era como todas las demás, algo atormentaba más de lo normal a mi gran amiga. Sus ojos, sus preciosos ojos verdes aceituna, brillaban e iluminaban, más que de costumbre incluso, el local aunque inmersos en la profundidad de un océano plagado de penas, preocupaciones y preguntas sin respuesta. Sus labios, que tantas pasiones habían levantado entre sus innumerables pretendientes no habían, ni siquiera, esbozado una leve sonrisa cuando Pedro, nuestro adorado camarero, le había regalado aquella preciosa rosa amarilla que ahora reposaba triste sobre la pequeña mesa redonda que compartíamos.

Sofía, mi Sofía, había dejado de ser perfecta. Pedro, me comentaba cada jueves que no entendía como una flor tan bella podía estar tan marchita. Yo tampoco lo entendía. Por más que lo intentaba era incapaz de entender y, a día de hoy, queridos lectores, sigo sin poder hacerlo pese a saber el final de esta historia.

Di un sorbo  a mi café, siempre inmejorable gracias a Pedro,que conocía al detalle cada uno de mis pequeños antojos, cogí aire y comencé:
-         ¿Cuánto más piensas seguir así? Llevas casi un mes ahogándote y regodeándote en tu propia pena.

Sofía me miró, se deleitó unos segundos saboreando su zumo y suspiró. Sus ojos comenzaron a brillar, más aún si cabía esa posibilidad, inundándose de lágrimas que, ansiosas de libertad, recorrían sus mejillas.
He de reconocer que nunca la había visto así y noté el segundo exacto en el que mi corazón se rompió en dos.
-        Le quiero.- dijo con la voz entrecortada- Le quiero tanto que me duele. Le quiero y cada vez que escucho esa maldita puerta abrirse pienso que es él. Él, mi innombrable.
-        Hace más de un mes que se marchó, que no le has vuelto a ver. No soy capaz de entender cómo sigues viniendo aquí, viniendo por él, a esperarlo.
-         ¿Qué pasa?- me preguntó notablemente enfadada en un intento de levantar su casi inexistente voz- ¿Nunca te has sentido unida a alguien de forma especial? ¿Nunca te has perdido en la mirada de un hombre sabiendo que era él, que estaba ahí para ti?- inquirió Sofía.
-         ¡Nunca me ha pasado eso con un tipo con el que ni siquiera he hablado! No le conoces, sólo habéis intercambiado miradas furtivas de una mesa a otra y alguna sonrisa – estaba empezando a enfadarme de verdad pero no había vuelta atrás, ya no.- ¡Pero si ni siquiera sabes su nombre!

¿Cómo podía estar ahogándose en la más profunda de las tristezas por un alguien con el que ni siquiera había cruzado dos míseras palabras?

-        No me hace falta - me dijo clavando sus ojos vidriosos en los míos- No hace falta hablar cuando ya sabes que es él.

Necesitaba salir de aquel lugar, no podía seguir viéndola en aquella situación. Recogí mis cosas enfadada y me despedí de ella con un:
-         No pienso quedarme aquí viendo cómo te consumes por él. Lo siento, pero no.

Y de verdad que lo sentía. Necesitaba hacerla entrar en razón y que se diera cuenta de que todo aquello no era normal. Tal vez, y sólo tal vez, aquello funcionara…


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Todos los jueves, Sofía estaba allí. Sentada en la mesa de siempre, aquella que tantas veces compartimos, del café de siempre tomando su zumo de siempre. Allí seguía, esperando por él.
Yo, todos los jueves, pasaba por la puerta del local y podía, desde la lejanía, vislumbrar sus perfectos ojos más tristes que la vez anterior pero, al menos, constataba que aún seguía teniendo fuerzas para respirar y eso, en cierta manera, me consolaba.

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Hoy, casi nueve meses después, la he visto sonreír como hacía tiempo no la veía. Irradiaba felicidad, estaba guapísima y volvía a ser perfecta.
Estaba allí, sentada en la mesa de siempre del café de siempre tomando su zumo de siempre. A su lado, un apuesto caballero de pelo oscuro ensortijado e impenetrables ojos negros la colmaba de besos y atenciones. Era él, su innombrable. Había vuelto y parecía que para quedarse y, entonces, yo también sonreí.

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He descubierto, gracias a mi querida Sofía, que, a veces, merece la pena esperar. Que, aunque nos tomen por locos, debemos ser persevantes en pos de conseguir lo que tanto anhelamos. Que nada está perdido si estamos dispuestos a luchar. Que la vida tiene planes para nosotros que ni siquiera somos capaces de asimilar…